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apostura; y el pintoresco chiripá que vestian les daba un aspecto oriental, de tal manera esplendoroso, que me avergoncé de entregar mi pobre equipaje á tan lujosos personajes.

Pero ellos, con esa sencillez, mezcla de benevolencia y dignidad característica en los gauchos, lo arreglaron todo en un instante. Ensillaron un lindo caballito negro que me habia enviado mi hermano; trenzáronle la crin, no sin dirijirle picantes felicitaciones, y con el sombrero en la mano presentáronme el estrivo.

Mis tias dormian todavia. Dejéles una carta de adios; y abrazando ú Anselma, que lloraba amargamente, por mas que la prometiera regresar luego, puse el pié en la mano que uno de mis conductores me ofreció con graciosa galantería ; monté, y partí entre aquellos dos primorosos escuderos.

Al dejar á Salta, llevaba en el corazon un recuerdo tierno y doloroso: Carmela! Aunque ella rehusara verme, apesarábame la idea de alejarme sin dejarle un adios.

Asi reflexionando, guiaba maquinalmente en direccion al monasterio.

Mis compañeros notaron sin duda este desvío del camino que llevábamos; pero callaron por discrecion, y me siguieron en silencio.