PEREGRINACIONES 120
¡Pobre Carmela! Tse dolor inmenso, el mas terrible que puede sentir el alma humana, era la única felicidad posible para su amor sin esperanza. La vida ponia una barrera insuperable entre ella y su amante: la muerte se lo daba.
Una oleada de jente que salia del convento invadió el atrio, separándome del doctor y del coronel.
Eran las familias refugiadas en el convento, que á la noticia de la repentina fuga del enemigo, corrian en busca de sus padres, hijos y esposos muertos quizá en el combate.
Impelida por la multitud, bajé aquella calle regada de sangre y sembrada de cadáveres.
El aire estaba poblado de gemidos. Aquí, una madre encontraba el cuerpo mutilado de su hijo; allí, una esposa caía sobre los restos ensangrentados de su marido; mas allá, un anciano, acribillado de heridas, espiraba en los brazos de la hija que quisiera defender.
Y tambien, cuántas exclamaciones de gozo!
Se llamaban, se encontraban, se reconocian y se abrazaban.
—Vives!
—¡Te has salvado!
—Vuelvo á verte! qué dicha!. . . . Estás herido?
. . - No! Gracias! Dios mio.