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“No soy juez del primer magistrado de la República —contestaba con firmeza este virtuoso ciudadano—; mientras que los representantes del pueblo no revoquen sus poderes, mi deber es obedecerle”.

Estos mismos principios dirigieron su conducta en nuestras últimas emergencias que ya había previsto: y si el gobernador Dorrego hubiese oído sus consejos, nos habríamos quizá librado de una gran conflagración. El señor Rosas no ignoraba el complot del ejército, ni la repugnancia de sus jefes a someterse a la autoridad legal del señor Dorrego; y aunque no pudiese designar positivamente quien capitanearía esta insurrección, no dudaba que estallaría. En sus conferencias con el mismo señor Dorrego insistió fuertemente en que el gobierno atendiese a la pronta organización de las milicias, que consideraba como el único baluarte contra la insubordinación del ejército. Viendo que no se tomaba medida alguna para conjurar la tormenta, pidió su dimisión, que no le fué admitida. Dos días antes del funesto 1° de Diciembre, tuvo la última entrevista con el finado Gobernador en la fortaleza; le manifestó sus recelos y representó de nuevo la necesidad de armar a la campaña. Pero ya era tarde. Poco después tuvo el dolor de saber del mismo señor Dorrego que sus tristes presentimientos se habían realizado, y que ya no quedaba más apoyo al gobierno legírimo de la provincia, que su espada, la cooperación del señor Rosas y la fidelidad de los milicianos. En este terrible lance, en que se trataba nada menos que de resistir a una revolución fraguada en el misterio, favorecida por un partido poderoso, y sostenida por un ejército aguerrido, el señor Rosas no trepidó un instante y, cerrando el corazón a cualquier otra consideración, sólo pensó en llenar sus deberes.

Séanos permitido suspender aquí nuestra tarea. El último período de la vida del señor RosAs es tan fértil en acontecí-