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Al examinar los tres primeros años de la vida pública del señor D. Juan Manuel de Rosas, es imposible no admirar su denuedo en los combates, su firmeza en los reveses, su infatigable actividad en llevar adelante cualquier empresa. Difícil era aparecer en la escena política en una época más desastrosa. Cuando nuestro ejército recorría triunfante las orillas del Pacífico, proclamando la independencia de dos grandes repúblicas, nuestro país luchaba con toda clase de infonunios. El gobierno sin energía y sin recursos, nada hacía para sacarlo de una situación tan degradante, y los ciudadanos preferían sacrificar sus fortunas antes que renunciar sus opiniones.

Al salir de estas grandes catástrofes, todos se afanaban en reparar sus quebrantos. Nadie había perdido más que el señor Rosas: de sus ricas estancias, de sus vastos acopios de granos, de tantos brazos y caudales empleados en el cultivo de sus tierras, sólo quedaban algunas reliquias. Pero lo que nadie podía arrebatarle era su actividad, y sus vastos conocimientos en todos los ramos de la industria rural. Igualmente hábil en el pastoreo y en la agricultura, poblaba sus estancias, hacía sementeras, y a fuerza de cuidados y de perseverancia logró restablecer y aun acrecentar su fortuna.

La mejor prueba de lo que puede el trabajo en un suelo tan privilegiado como el nuestro, es la que ofrecen los resultados obtenidos por el señor Rosas. La invasión de los indios en 1821 destruyó sus establecimientos, y bastaron tres años para que volviesen a ser los más florecientes de la provincia. Sus sembrados, que ocupaban una gran extensión, producían más de 15.000 fanegas de trigo y maíz, sin incluir los productos de otras culturas. Tanta prosperidad le atrajo la admiración de sus amigos y la envidia de sus émulos.

Su benevolencia no tenía límites. ¡Cuántas veces no se le ha visto abandonar sus tareas, por amparar a un desgraciado,