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fueron librados en Santa Fe, a donde fué personalmente a recibirlos, según lo había prometido.

Poco después de su regreso de aquella ciudad, la provincia de Buenos Aires se halló nuevamente expuesta a una invasión de indios, que habían llegado a ser muy temibles, por la desmoralización del ejército, la dispersión de las milicias, y un terror pánico que se había apoderado de los habitantes.

Entraron por seis puntos; y lo hicieron con tanto acierto que se hubiera creído más bien que ejecutaban el plan de un general, que las distintas órdenes de sus caciques. En todos los ataques rechazaron a las numerosas divisiones de la frontera, que se replegaban en desorden hacia los parajes más habitados. La campaña no ofrecía el menor abrigo, y los indios que entraron por Lobos, avanzaron por el Durazno hasta 15 leguas de la capital, de resultas del contraste que sufrió en el Monte la fuerza del coronel La Madrid. El señor Rosas, que se hallaba en los Cerrillos, voló a Camarones para ofrecer sus servicios al coronel Arévalo, que con sólo 300 hombres estaba en los campos de Callejas. No desconocía este jefe la necesidad de obrar, pero sus recursos eran tan exiguos, y sus soldados estaban tan abatidos, que nadie se atrevía a abandonar su posición. Enjambres de indios bien armados, bien montados, y engreídos con sus últimos triunfos, recorrían el territorio.

El señor Rosas y el coronel Arévalo, a quienes se les había incorporado un sinnúmero de paisanos armados, marcharon a Arazá, donde se trabó una acción formal, en que los indios fueron acuchillados y completamente desechos, dejando todo su botín, que consistía en una numerosa caballada y más de 150.000 cabezas de ganado. Esta victoria reveló a los campesinos un secreto, que habían ignorado hasta entonces, a saber: que los peligros disminuyen cuando se saben arrostrar con valor.