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peros, ya desgraciados han contribuído a fortalecer, y que nada podrá aflojar.

La paz con Santa Fe terminó una era de desastres para nuestra provincia, cerrando el círculo fatal de las revoluciones, que recorríamos desde mucho ha, y que detuvo al país en sus adelantamientos. Los enemigos de nuestra independencia se recocijaban de vernos luchar con nuestros propios hermanos, y contaban con la prolongación de nuestras contiendas para volvernos a esclavizar. Amagados por nuestros enemigos exteriores, teníamos que defendernos contra esas tribus belicosas, que bajo distintas denominaciones nos rodean, y que, enemigos de todo freno, lograron conservarse independientes durante el largo período de la dominación española en el nuevo mundo. Despertándose al ruido de nuestras disensiones, creyeron llegada la oportunidad de talar nuestros campos. La convención con Santa Fe, que probablemente ignoraban, no los contuvo en sus incursiones, y cuando el pueblo se preparaba a celebrar tan fausto acontecimiento, algunas partidas de indios invadieron los departamentos del centro. El señor Rosas, a quien se le había confiado la defensa de las fronteras del sur, avanzó a la cabeza de un regimiento y de un cuerpo numeroso de paisanos armados, para cubrir los puntos más expuestos: pero órdenes terminantes del señor Gobernador le obligaron a suspender su marcha.

El señor Rosas ocupó una posición ventajosa en el Saladillo, a 14 leguas al S. O. de Lobos, aguardando la llegada del cuerpo principal del ejército. Su campamento fué el punto de reunión de las milicias, cuyo número aumentó tanto, que fué preciso licenciar una parte de ellas como supérfluas. El nombre de este jefe estaba en todos los labios, y sus hazañas pasadas eran una prenda de seguridad para el porvenir.