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naba entre nosotros paralizaba la marcha de la administración, y le arrebataba todos los medios de defensa. El crédito estaba agotado, el espíritu público abatido, la confianza no existía, y el valor mismo, que parecía deberdeber ser inagotable en un pueblo valiente y generoso, se había enervado bajo el cúmulo de tantas desgracias.

La defección del último ejército del señor general Belgrano había relajado los vínculos de la disciplina militar: los oficiales se veían obligados a contemporizar con sus soldados, para que no los abandonasen; y esta insubordinación era aun más notable en los cuerpos de milicias, que mejor organizados hubieran sido más que suficientes para contener a los agresores. Pero el ciudadano llamado al servicio en momentos de tanto peligro, conservaba una gran pane de su independencia, en que hacía consistir los derechos del hombre libre, y cuyo sacrificio le parecía aun más penoso que el de su propia vida. Todas estas causas influían siniestramente en la moral del ejército: así es que las derrotas de las Cañadas de Cepeda y de la Cruz, produjeron más consternación que sorpresa.

Estos dos triunfos habían levantado el ánimo de nuestros opositores, y ya no se veía lejano el tiempo en que fuese preciso optar entre el oprobio y la desesperación. En este terrible conflicto, el cabildo confió la salud de la patria a un joven que se había distinguido en la guerra de la independencia. Cualquiera otro hubiera vacilado en admitir este cargo: pero Dorrego, en quien había recaído la elección, arrostró esta inmensa responsabilidad; y tendiendo la vista a su rededor para calcular sus recursos, se fijó en un individuo que podía prestarle la más activa cooperación.

En medio del espíritu de insubordinación que se había manifestado en todas las clases, por la insuficiencia de las leyes, la debilidad o tolerancia de los magistrados, sólo existía en la