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ción de su valioso patrimonio. Si debe parecer extraño que un joven de 14 años llegue a ser el administrador de los bienes de su familia, no lo es menos verle renunciar tan temprano a los goces de la vida, para arrostrar todo género de privaciones. Su casamiento con Da. Encarnación Ezcurra, señora de un raro mérito, y digna bajo todos aspectos de esta alianza, vino a suavizar tan laboriosa existencia. Los jóvenes cónyuges se animaban mutuamente a no desistir de su empresa, que los ocupó hasta el año de 1815. Fué entonces, que D. Juan Manuel pidió el auxilio de su hermano D. Prudencio, no para descansar, sino para fundar otros establecimientos. El padre, a quien devolvió una fortuna doble de la que le había confiado, quiso fomentarlo con un capital en dinero y en ganados; pero él rehusó estas ofertas, diciendo que no necesitaba más caudal que el de sus brazos y sus conocimientos.

Efectivamente, se dedicó a un nuevo género de industria, que en pocos años lo hizo uno de los primeros labradores del país. Nuestros campos no ofrecían entonces otro aspecto que el de una inmensa estancia cubierta de ganado. Los primeros establecimientos que interrumpieron esta monotonía fueron los del señor Rosas, que puede considerarse como el Triptolemo de esta provincia. Por sus incesantes cuidados, millares de árboles sombrean ahora un suelo expuesto otro tiempo a los rayos del sol, y ricas mieses hermosean campos antes estériles y desiertos.

Los sucesos del año 20 sorprendieron al señor Rosas en estas modestas faenas. ¿Y qué corazón podía pennanecer insensible a los infortunios de su patria? ¿Ni quién puede hoy recordarlos sin estremecerse?

Cuando se comparaban las fuerzas de que podía disponer la provincia, con los elementos de oposición que la amagaban, era imposible no alarmarse por su suerte. La discordia que reí-