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indios, que no habían olvidado la protección que siempre encontraron en la familia de este joven, lo miraron con cariño, y a pesar del espíritu de venganza que los animaba contra sus enemigos, cedieron a los consejos del señor Rosas, y entraron en tratados con el gobierno de Buenos Aires. Este servicio fué recompensado con el empleo de administrador de las haciendas de la corona, que desempeñó hasta 1809, en que se decidió a renunciarlo, para atender a dos grandes establecimientos heredados por su mujer.

La revolución, que estalló el siguiente año, agitó profundamente al país, e hizo que los esclavos fuesen menos dóciles a la voz de sus amos. Muchos propietarios, y D. León Rosas entre ellos, no hallaron más remedio contra un mal cuyos progresos amagaba sus forrnnas, que ir a establecerse en sus estancias. D. Juan Manuel, el primogénito de los varones, pasó sus primeros años en las faenas del campo, que contribuyeron a robustecerlo: y este desarrollo precoz de sus fuerzas físicas, despertó también su inteligencia. Frecuentaba la escuela de D. Francisco X. Argerich, cuando se verificó la primera invasión de los ingleses en este país, que puso en annas a todos sus habitantes. El joven Rosas, de edad de sólo trece años, se arrojó intrépidamente entre los combatientes, y peleó al lado del mismo general Liniers. Fué éste su primer paso en una carrera que debía recorrer con tanto brillo. Cuando se pensó en organizar otros regimientos para precaverse contra la segunda expedición al mando del general Whitelocke, se enroló voluntariamente en el cuerpo de miqueletes de caballería, uno de los más distinguidos por su bizarría y disciplina.

D. León Rosas, obligado a regresar al pueblo para velar sobre la educación de su tierna y numerosa familia, descubriendo en su primogénito una buena índole y una singular aptitud para el manejo de cualquier negocio, no trepidó en confiarle la direc-