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consolidar. Menos feliz que su predecesor, fué víctima de su celo por la prosperidad de un país que enriquecía con su industria y defendía con su espada. La tradición de sus hazañas se conserva todavía entre los sencillos habitantes del campo que, semejante a los montañeses de Escocia, se complacen en perpetuar el recuerdo de los tiempos pasados.

D. León Rosas se esforzó en imitar tan nobles ejemplos: destinado a la carrera de las armas, antes que estuviese en estado de consultar su inclinación, recibió un despacho de cadete a los 7 años, por la costumbre que prevalecía entonces de recompensar en los hijos los servicios del padre. Al entrar en la adolescencia, buscó la ocasión de hacerse acreedor a esta gracia. D. Juan de la Piedra, superintendente de la costa Patagónica, fundó en 1779 una colonia cerca de Puerto Deseado, con miras de extender las fronteras del sur. Esta avanzada, establecida en el desierto, puso a nuestros soldados en contacto inmediato con los indios. La prudencia exigía contemporizar con ellos, por ser tan numerosos, y por estar dotados de ese valor audaz que los convierte en enemigos temibles, cuando se les concita con actos de rigor.

Estos fueron, sin embargo, los que adoptó el señor de la Piedra y el Marqués de Loreto, recién promovido al virreinato de Buenos Aires, secundó sus planes, esperando señalar con algún hecho extraordinario la primera época de su administración. Franqueó, pues, todos los recursos para una expedición al sur, que debía expulsar a los indios de las inmediaciones de la nueva colonia.

D. León Rosas, que a la sazón era un simple oficial subalterno, marchó con las tropas de de la Piedra; que, lejos de sojuzgar a los indios, como se lo habían propuesto, fueron sorprendidas y derrotadas. Hecho prisionero, el señor Rosas fué llevado al desierto, donde permaneció algún tiempo. Los