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Acta de Pio XI

«donde el ladrón no penetra ni carcome la polilla»[1], y hacia los bienes imperecederos.

Y ¿cómo no se volverá a encender la caridad, que ha languidecido y se ha enfriado en muchos, con un aumento de amor en el alma de los que recuerdan con corazón dolorido las torturas y la muerte de Nuestro Redentor y las aflicciones de su Madre Dolorosa? De esta caridad hacia Dios no puede menos de brotar necesariamente un más intenso amor al prójimo con sólo que se detenga el pensamiento en los trabajos y dolores que Nuestro Señor sufrió para reintegrarnos a todos en la perdida herencia de hijos de Dios.

Por tanto, Venerables Hermanos, empeñaos en que esta práctica tan fructuosa sea cada vez más difundida, sea por todos altamente estimada y aumente la piedad de todos. Predíquese y repítanse a los fieles de toda clase social, por vuestra parte y por la de los sacerdotes que os ayudan en la cura de almas, sus alabanzas y sus ventajas. Los jóvenes saquen de ella nuevas energías con que domar los rebeldes estímulos del mal y conservar intacto y sin mancilla el candor del alma; que en ella encuentren los ancianos en sus tristes ansias reposo, alivio y paz. Para los que se dedican a la Acción Católica sea acicate que los impulse a una más fervorosa y diligente obra de apostolado; y a todos los que de alguna manera sufren, particularmente a los moribundos, dé aliento y aumente la esperanza de la felicidad eterna.

Particularmente los padres y las madres de la familia sean en esto también un dechado para sus hijos, especialmente cuando, a la caída del día, se recogen después de las labores de la jornada en el hogar doméstico, recitando, ellos los primeros, arrodillados ante la imagen de la Virgen, el Santo Rosario, fundiendo en unidad la voz, la fe y el sentimiento, costumbre ésta tiernísima y saludable, de la que ciertamente no puede menos de derivar a la sociedad doméstica serena tranquilidad y abundancia de dones celestiales. Por esto, cuando, como nos acaece con mucha frecuencia, recibimos en audiencia a los recién casados y les dirigimos unas palabras paternales, les damos la corona del Rosario, recomendándoselo con el mayor cuidado

  1. Lc 12, 33.