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Acta de Pío XI

Si nuestro siglo en su soberbia se mofa del Santo Rosario y lo rechaza, en cambio, una innumerable muchedumbre de hombres santos de toda edad y de toda condición, lo han estimado siempre, lo han rezado con gran devoción, y en todo momento lo han usado como arma poderosísima para ahuyentar a los demonios, para conservar íntegra la vida, para adquirir más fácilmente la virtud, en una palabra, para la consecución de la verdadera paz entre los hombres. Ni faltaron hombres insignes por su doctrina y sabiduría que, aunque intensamente ocupados en el estudio y en las investigaciones científicas, sin embargo no han dejado pasar un día sin que, puestos de rodillas ante una imagen de la Virgen, no lo hayan rezado de este piadosísimo modo. Así reyes y príncipes también lo tuvieron por un deber suyo, aun apremiados por las ocupaciones y los negocios más urgentes. Esta mística corona se la encuentra y corre no solamente entre las manos de la gente pobre, sino que también es apreciada por ciudadanos de toda categoría social.

No queremos pasar en silencio que la misma Virgen Santísima también en nuestros tiempos ha recomendado instantemente esta manera de orar, cuando apareció y enseñó con su ejemplo esa recitación a la inocente niña en la gruta de Lourdes[1]. ¿Por qué entonces no hemos de esperar toda gracia, si con las debidas disposiciones y santamente suplicamos de esa manera a la Madre Celestial?

Por eso deseamos, Venerables Hermanos, que en modo especial, en el próximo mes de octubre sea rezado el Santo Rosario con crecida devoción tanto en las iglesias como en las casas privadas. Lo que más debe hacerse esto en este año a fin de que, mediante el eficaz recurso a la Virgen Madre de Dios, los enemigos del nombre divino, esto es, todos cuantos se han levantado para renegar y vilipendiar al eterno Dios, para tender insidias a la fe católica y a la libertad debida a la Iglesia, y para rebelarse finalmente con insanos esfuerzos contra los derechos divinos y humanos para ruina y perdición de la sociedad humana, sean finalmente doblegados e inducidos a penitencia y retornen al recto sendero, confiándose a la tutela y protección de María.

  1. Así lo pidió la Virgen a Bernadette Soubirous, en las apariciones que tuvieron lugar entre el 11 de febrero y el 16 de junio de 1858.