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está en sus pensamientos. Así es que, grande es su sobresalto, cuando un amigo, a quien no ha sentido aproximarse, exclama, golpeándole familiarmente en la espalda:

—¡Y bien, Juan! ¿Por qué nos has dejado hace más de una hora?

—Para tomar aire.

—¿No te bastan las ventanas abiertas?

—No.

—¿Prefieres la compañía de las tinieblas a la de las jóvenes que han venido a festejar a mi hermana?

—Desde aquí veo desfilar sus elegantes siluetas, tan bien como en el salón.

—Creo que muy poco te ocupas de esas señoritas, amigo mío; lo que tú miras es el suelo, y con tal persistencia, que hace un momento creía que te ejercitabas en clasificar científicamente las piedras de los caminos.

—Te engañabas, Jaime.

El tono seco de la réplica puso fin a las bromas del recién llegado. Distraídamente sacó una cigarrera de su bolsillo y tendiéndola hacia su compañero:

—¿Quieres uno?—dijo.

—No, gracias.

—Son exquisitos...

—Me gusta el tabaco sin perfume; el tuyo no puede ser apreciado por un plebeyo como yo.

—¡Como quieras!...

Jaime Aubry de Chanzelles conocía demasiado a su amigo para insistir. Cerró la tabaquera