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y un horrendo voto, y cayó sobre su propia manta con el corazón partido de un tremendo navajazo. La vajilla destinada á Fernando VII recibió en vez de licores y gomas perfumadas un raudal de roja y caliente sangre.

Entre los bandidos notóse cierto movimiento hostil y sedicioso; mas Ojitos no cejó por esto. — ¡Ahora esa otra! — dijo avanzándose á uno de los Niños amigo del Zurdo. Y uniendo la ofensa á la petición le acometió con tan buen acierto que le dejó tendido á sus pies antes de que pudiera defenderse.

Entonces pasó allí algo imprevisto y terrible. Unos aguijoneados por el ejemplo del capitán y otros temerosos de perder la parte de botín que les había cabido en suerte, tomaron juntamente la ofensiva y se lanzaron unos contra otros. La luna que antes se reflejaba en metales, paños y piedras preciosas, dejó caer sus rayos indiferentes sobre las hojas de los cuchillos y dio relámpagos pajizos á aquellas retinas turbias é inyectadas.

Poco después, sonaba una descarga cerrada que hacía una víctima entre los combatientes, y penetraba en la isleta un destacamento de migueletes, al que algún bocón había dado aviso. Ojitos, sudoroso, ensangrentado, pero todavía ágil y erguido, se revolvía contra dos de sus compañeros cuando se apercibió de la llegada de las tropas. Dio una desesperada voz de alarma, pero fué inútil; cuando hacía morder el polvo al cuarto de sus antiguos camaradas, los migueletes le sujetaban por la espalda mientras que los dos Niños restantes, huyeron por un sendero oculto de la enramada, llevándose lo que pudieron de aquel nefasto tesoro.

Cuatro cuerpos tendidos sobre lagos de sangre; algunas mantas llenas de objetos preciosos y varias caballerías atadas á los troncos de los álamos; hé aquí lo que se ofreció á los asombrados ojos de los migueletes después de apresar al capitán de los Niños que se retorcía de rabia entre las manos de los que le atarazaban. Recogido el importante botín, levantados los muertos, y acomodado el herido sobre unas parihuelas de ramas secas, emprendieron los migueletes la marcha hacia Ecija, á donde llegaron, como se ha dicho, á la mañana siguiente.

V

Aquel drama terrible dio al traste con la primitiva partida de Los Niños de Ecija, pues aunque después de la muerte de Ojitos, aparecieron otros con parecida organización y el propio título, siempre el matador del Zurdo y de sus compañeros en la isleta de Villaverde, fué considerado como el último Niño de Ecija.

Benito Mas y Prat


EL PAGARE

Novela original

POR DOÑA CAROLINA CORONADO

I

Era el primer día de abril, á las siete de la mañana, del año 1 86... cuando el Duque Alvaro llamó á la puerta del cuarto que habitaba su mujer en una casa de campo en las cercanías de Sevilla. No era su costumbre presentarse á estas horas y la Duquesa se alarmó, saltó del lecho y cubrióse con una bata de cachemira que había sido primitivamente azul pálido, pero que ya era blanco ceniciento, y cuyos encajes se hallaban tan rotos y recosidos, que en vez de adorno parecían parches aplicados para ocultar las flaquezas de la tela. Calzó sus pies con unas zapatillas de raso sin talón, que antes habían cubierto medio pié y ya deshechas no cubrían nada, y arrastrando sus plantillas , que apenas podían resistir el roce del suelo, se dirigió á la puerta y descorrió el pasador que la cerraba. El que entró era, en efecto, un Duque de la cabeza á los pies. Cabeza nobilísima, donde se habían conservado inalterables los rasgos de aquellos paladines semi-fabulosos que conquistaban reinos y echaban fuera moros y cuya semejanza encuentra el lector en las ilustraciones artísticas. Esta era una semejanza no ilustrada, pero de carne y hueso. Su perfil recordaba á Carlos I, más correcto, más modelado y menos heroico. Es verdad que el traje moderno trasforma al hombre más caballeresco en un comisionista. Pantalón y saco de mezcla de lana imitando piel de lagarto, y corbata, dejando ver camisa rayada, no es vestimenta que se puede aplicar á ningún emperador, ni á ningún caballero de la edad pasada. No obstante, si el lector fuese aficionado á la heráldica, pudiera ver en la genealogía de las casas reales de Europa un origen soberano en este Duque, más verdadero siendo de novela que lo son otros de historia. Pero aquella gallarda figura parecía destruida por hondos sufrimientos. Tenía elevada talla en realidad y acrecentada en apariencia por demacración. Su cabello cortado al uso del día, dejaba íntegro el dibujo de una frente correctísima y cadavérica. El bigote se retorcía sobre sus mejillas descarnadas, confundiéndose con la barba'clara y rubia del tipo del Norte. La expresión un tanto siniestra de sus ojos hundidos y la contracción amarga de su boca entreabierta, daban á esta fisonomía una expresión indefinible que aterraba y conmovía. Difícil hubiera sido juzgar á primera vista si aquel hombre era malo ó t bueno. Lo que se veía claramente era que estaba desesperado. Respecto á la Duquesa, no había duda alguna. Tenía el puro rostro meridional, que revela con sincera pasión los secretos del alma. Aunque marchita y enflaquecida por el sufrimiento, era todavía una preciosidad. Con el cabello suelto y los oscuros y grandes ojos húmedos con el llanto, cualquiera podía reconocer en ella á la mujer buena. Su expresión era de madre amorosa y desgraciada.

El cuarto de la Duquesa tenía un aspecto singularísimo. No había en él, propiamente hablando, ni lecho sólido, ni verdadero tocador, ni mesa, ni sofá, ni butacas. El lecho lo formaban dos bancos de pino con tablas sin pulir, y dos colchones de damasco carmesí, remendados con otras telas de seda del mismo color y una colcha de tafetán cubierta de jirones de encaje blanco de Barcelona. El tocador lo componía un cajón volcado y vestido de fular caña, con muselinas bordadas y cuyo espejo de Venecia tenía el marco que debió ser de terciopelo y oro raído hasta la médula. Un jarro de porcelana antigua, contenía flores silvestres. En una caja de ébano, incrustada de plata, con las armas de la Duquesa, estaban los peines. Un palanganero, dos sillas de mimbre y un armario formado con cortinas de damasco de diversos colores, completaban el mobiliario, sin alfombra alguna ni cortinaje. Pero, vuelto de espaldas á manera de biombo delante de la cama y cubierto con un paño, negro como un catafalco, había un mueble de suprema riqueza. Un oratorio que se decía haber pertenecido á Isabel la Católica y que contenía maravillas de arte de aquel siglo en que se trabajaba para el culto divino, como ahora se trabaja para el humano. El paño estaba medio levantado, y del oratorio entreabierto salía la tenue claridad de una lamparilla.

El Duque besó la frente de su mujer, ésta se sentó en una silla, ofreció la otra al Duque y hablaron lo que sigue:

II

- ¿Te he despertado?

- Estaba despierta.

-¿Has dormido mal?

- Como siempre.

- Siempre es mal.

- Si no es mal no es muy bien.

- Yo no he dormido nada.

- ¿Por dolencia?

- Por cavilaciones.

- Siento no poder aliviarte.

- Nuestra situación, Valeria, es angustiosísima.

- Sí, Alvaro.

- Hemos quedado reducidos á la extremidad.

- Sí, Alvaro, pero yo tengo siempre la esperanza en Dios.

- ¿Qué ha de hacer Dios?

- Lo que sea su voluntad.

- Su voluntad, Valeria, es que perezcamos.

- No, porque nos conserva la salud.

- ¡La salud!

- Pues si estuviésemos enfermos, ¿con qué habíamos de pagar el médico y la botica?

- ¿Con qué he de pagar á Samuel?

- Con agua bendita, que es lo que le conviene. Allí tienes la pila llena.

- La pila de oro... ya vendrá por ella.

-¿Qué?

- Mi pagaré vence hoy.

- ¿Otro pagaré?

- No había otro medio de lograr los mil duros que han servido para pagar las pequeñas deudas y sostenernos desde marzo.

- ¿Y qué va á suceder?

- Lo de siempre.

- Ya no tenemos nada que vender ni que empeñar, Alvaro, bien sabes que estuve pronta á cederte mi dote íntegro, el castillo de mi padre, el palacio de mi abuela, las dehesas, los molinos, los ganados. He vendido también mis joyas, no me queda nada.

- Es verdad, pero Samuel ha de venir á las diez.

- ¡Dios mío, Alvaro!... pero, ¿para qué viene ese judío si sabe que no puede sacar nada?

-Viene porque está en su derecho; mi firma es sagrada.

- ¿Y la ley puede exigir que se pague cuando no se tiene?

- Siempre se tiene honor.

- Pero él, ¿fiará en el honor? ..

- Querrá llevarse los muebles que quedan.

- ¿Qué muebles? Yo ya no tengo más que el oratorio y tú no tienes nada.

- Sólo el juego de plata con que me lavo, de la vajilla de mi padre.

- Entonces que se lleve también la caja de mi tocador.

- Pero estas dos cosas no pueden cubrir, sobre todo si él las tasa, la quinta parte del pagaré.

- ¿Qué más tengo? - se preguntó la Duquesa... - ¡ Ah! los zarcillos que me dio mi hermana y llevo siempre puestos. Son brillantes y esmeraldas...

- ¡Oh! -exclamó el Duque, llevando sus manos á la cabeza, - no puedo bajar tanto, Valeria...

Un ruido que se oyó en la habitación inmediata hizo callar á los dos, que dirigieron sus miradas á la puerta por la que entró una campesina que traía de la mano una niña de cuatro años, vestida de muselina blanca y con un ramo de amapolas en la mano. El Duque la tomó en sus brazos, y despidiendo con un ademán á la campesina, preguntó á la niña:

- ¿De dónde vienes tan temprano?

- De beber leche. La vaca estaba muy rabiosa porque el choto se iba lejos.

- Y tú, ¿tenías miedo?

- ¡Cá! si la vaca es mansa.

- Valeria, - dijo el Duque poniendo á la niña en sus brazos, y pasando la mano por la frente; - ¡qué horribles son mis sufrimientos! ¡qué agudo puñal tengo hundido en el corazón! ¡Desgraciadas! yo os he arruinado, yo os he reducido á la indigencia. Mi fe ciega en el trato humano, mi lamentable credulidad en el honor de los hombres, mi falta de penetración, mis preocupaciones caballerescas, mi ignorancia... ¿quién sabe? todo junto me arrastró... y vivo!.. Pero, ¿de qué os serviría mi muerte? Si yo hubiese sido un revolucionario que hubiera volcado tronos, se harían suscriciones entre el pueblo, ó si hubiese sido un cortesano que hubiera influido contra el pueblo, se harían suscriciones entre los realistas. Pero me he mantenido alejado de los extremos y la moderación no inspira fanatismos. He servido lealmente á la reina y he representado fielmente al pueblo y el cumplimiento del deber es frío para los reyes y para las muchedumbres. Muriendo...

-¡Dios mió!-exclamó Valeria sollozando, -¿por qué quieres afligirme más de lo que estoy? ¿por qué ofendes á Dios que ha conservado la vida de nuestra hija? ¿qué importan los infortunios comparados con ella? Ya sabes que no tuve parte en tus actos y que siempre te amonesté para que te apartases de las gentes que te han perdido, pero cuando las cosas no tienen remedio, en vez de desesperarse, hay que afrontar la desgracia cristianamente y sufrir nuestro martirio, que nunca será tan grande como el de cualquiera humilde criatura de otros tiempos.

- Yo no soy santo, Valeria.

- Yo tampoco soy santa, pero soy cristiana y me resigno.

- Yo no puedo resignarme cuando os miro.

- Mira á quien nos fortalece. Ven, hija mia, - prosiguió Valeria, llevando de la mano á su hija delante del oratorio, - ven á rezar á la Virgen... para que te perdone, - dijo volviéndose al Duque.

Las dos se arrodillaron y el Duque las miró de pié, rígido, impasible, con la mirada extraviada y el gesto contraído. El remordimiento que sentía, en vez de acercarle á Dios le acercaba al diablo. La desgracia, en vez de amansarlo, le- hacía rebelde. Ese es el espíritu del Norte. En sus pupilas vidriosas se reflejaban como rayos azules de fluidos eléctricos, encerrados en aquel sistema que le hacía pasar desde la más absurda credulidad al más implacable escepticismo. Porque le habían engañado los hombres, desconfiaba de Dios.

Pero la niña volvióse hacia él y le dijo, con un acento de reconvención que le penetró hasta el alma:

- ¡Qué! ¿tú no rezas?

- Sí, - respondió el rebelde, cayendo de rodillas, - yo también rezo con vosotras.

Hubo minutos de silencio. Al fin lo rompió la niña, que asiendo la mano de su padre, dijo:

- Mira, vamos á echarles pan á los peces.

III

María Ana Valeria Monroy Velasco y Zúñiga, marquesa de Cubillana, había llevado en dote: Un castillo, un palacio, valiosas dehesas y numerosos ganados. Casó con Alvaro Antonio Felipe, duque de Hansfeld, marqués de Kalbar y conde de Osobona y de Bryas. Aunque de origen alemán, el Duque había nacido en España, y fijó su residencia en Madrid, pasando en Andalucía las primaveras. Joven, rico y gallardo, logró en la corte elegante puesto y allí conoció á la hermosa Valeria. Lectores habrá todavía de aquel tiempo, que hayan conocido en la corte á la dichosa pareja distinguiéndose siempre por su elegancia y buen tono. ¿Qué catástrofe había podido sumirlos en el infortunio en que los hallamos al empezar nuestra relación? El Duque no era jugador, ni tenía queridas, ni derrochaba en banquetes. La Duquesa no era extravagante en sus gastos de tocador, ni estos excedían de lo que ordenaba el decoro de su clase. Su palacio montado á la moderna, con servidores útiles y poco numerosos, tenía un orden perfecto. Los gastos de la casa del Duque no consumían la mitad de su renta, quedando íntegra la de la Duquesa. ¿Cómo se pudo hundir una fortuna en los pocos años que trascurrieron desde que se casaron en Madrid hasta que los hallamos en la casa de campo por las cercanías de Sevilla? Estos enigmas los han de explicar los mismos personajes y no hay sino seguirlos y escucharlos.

La casa de campo á que nos referimos era parte del caserío diseminado en la gran dehesa que había pertenecido á Valeria y la cual habitaba ésta por condescendencia del administrador que era amigo íntimo de uno de los administradores que fué de Valeria. El guarda se había conservado al servicio del nuevo dueño de la finca con su mujer y sus hijos, y así había podido Valeria refugiarse en aquel rincón y tener aún legumbres, caza y leche con poco dispendio. La casa era de un solo piso, y se componía de sala y alcobas separadas, de la cocina y cuartos de labor á los cuales se pasaba por un patio.

Delante de la sala había un jardincito con un estanque cuya agua venía desde una noria cercana por una cañería abierta que era el encanto de Rosita, la hija de Valeria, porque allí acarreaba piedras, para que hiciese más ruido el agua, y le daba ocasión de bañar continuamente sus manos y aun sus pies, si podía burlar la vigilancia de su madre. El estanque era hondo y contenía peces oscuros y de colores, y plantas acuáticas que daban flores blancas y amarillas.

El cuarto de Valeria tenía salida al jardincito, y así cuando acabó de rezar, abrió las vidrieras y se puso en