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Edgardo Poe

las patillas y el bigote; llevaba un nudoso palo de encina, mas no parecía armado de otro modo. Saludó torpemente y diónos las buenas noches con un acento francés que, si bien tenía algo de suizo, recordaba lo bastante el origen parisiense.

—Siéntese usted, amigo mío; supongo que viene á buscar su orangutang; le aseguro que casi se lo envidio, porque es un animal magnífico, y sin duda vale mucho. ¿Qué edad podrá tener?

El marinero aspiró el aire con fuerza, como hombre á quien alivian de un peso intolerable, y replicó con voz segura: —No puedo decirselo á usted con seguridad, pero me parece que no tendrá más de cuatro ó cinco años.

¿Le guarda usted aquí?

—¡Oh! no; aquí no hay sitio conveniente para encerrarle, y le tenemos en una cuadra cerca de casa, en la calle Dubourg; pero podrá usted recogerle mañana, si está dispuesto á probar su derecho de propiedad.

—Sí, señor, seguramente.

—Confieso que no me desprenderé del orangutang sin sentimiento—dijo Dupin.

—Entiendo—replicó el hombre—que no se habrá tomado usted tanta molestia por nada, y le advertiré que estoy dispuesto á dar una recompensa razonable á la persona que encontró el animal.

—Muy bien—repuso mi amigo—eso es muy justo; pero veamos... ¿qué daria usted? ¡Ah! Yo voy á decírselo. Por única recompensa me referirá usted todo cuanto sabe respecto á los asesinatos de la calle de Morgue.

Dupin pronunció estas palabras en voz muy baja y tranquilamente; después dirigióse hacia la puerta, mostrando la misma placidez, cerróla, guardóse la llave en el bolsillo, y sacando una pistola, colocóla con la mayor tranquilidad sobre la mesa.

El rostro del marino se enrojeció al punto, cual si