supuse que eran las iniciales de Wilhelm von Berlifitzing; pero toda la gente del castillo afirma positivamente no conocer el caballo.
—¡Es muy singular!—dijo el barón con aire pensativo, sin fijarse al parecer en el sentido de sus palabras. En efecto, es un caballo notable, prodigioso, aunque, como decís muy bien, sombrio é intratable.
¡Vamos! quede para mi, consiento en ello—añadió el barón después de una pausa;—tal vez un jinete como Federico de Metzengerstein podrá domar al diablo mismo de las cuadras de Berlifitzing.
—Os engañáis, monseñor; el caballo, como hemos dicho, no pertenece á las cuadras del conde; si hubiese sido asi, conocemos demasiado bien nuestro deber para haberle conducido á presencia de una noble persona de vuestra familia.
—Es verdad—repuso el barón secamente.
En aquel momento llegó un paje del palacio apresuradamente y dijo á su señor en voz baja que había desaparecido un tapiz de la habitación que designo; después extendióse en detalles minuciosos; pero como lo decía todo casi al oído de su señor, los escuderos no pudieron satisfacer su curiosidad excitada.
Durante esta conversación, el joven Federico parecía agitado por diversas emociones; pero muy pronto recobró su sangre fría, y pintóse en su semblante una expresión de malignidad al dar órdenes para que se condenase al punto la citada cámara y se le entregaran las llaves.
—Habéis sabido la deplorable muerte de Berlifitzing, el viejo cazador?—preguntó al barón uno de sus vasallos cuando se hubo alejado el paje; mientras que el enorme corcel, adoptado por el heredero, se precipitaba, saltando con redoblada furia, por la avenida que conducía desde el palacio á las cuadras de Metzengerstein.