caracoleaban sobre los enemigos caidos; y más allá veíanse, voluptuosas y blancas como cisnes, las imágenes de las damas de antiguas épocas, flotando á lo lejos en fantástica danza, en medio de una melodía imaginaria.
Pero mientras el barón prestaba oído ó aparentaba escuchar el estrépito creciente de las cuadras de Berlifitzing, meditando tal vez alguna nueva crueldad ó un rasgo de audacia, sus ojos se fijaron maquinalmente en la imagen de un caballo enorme, de color extraño, representado en el tapiz como perteneciente á un antecesor sarraceno de la familia de su rival. El cuadrupedo estaba en primer término inmóvil como una estatua, y un poco más allá, el jinete desmontado moría bajo el puñal de un Metzengerstein.
En los labios de Federico surgió una expresión diabólica, como si echase de ver la dirección que su mirada había tomado involuntariamente; pero no apartó la vista. Muy lejos de ello, no podía haber motivo para que experimentase la ansiedad que al parecer le sobrecogió, envolviéndole como con un paño mortuorio; érale difícil conciliar sus sensaciones incoherentes como las de los sueños con la certidumbre de estar despierto; cuanto más contemplaba, más absorbente era el encanto, y más imposible le parecia arrancar su mirada de aquel tapiz fascinador. Sin embargo el tumulto que se oía fuera era cada vez más ruidoso; el barón hizo un esfuerzo como á pesar suyo, y fijó su atención en una luz rojiza proyectada desde las cuadras que ardían sobre las ventanas de la habitación.
Pero este movimiento sólo fué momentáneo, pues las miradas del heredero volvieron á fijarse maquinalmente en el tapiz. Con grande asombro suyo observó entonces ¡cosa horrible!—que la cabeza del gigantesco corcel había cambiado de posición; el cuello del animal, antes inclinado compasivamente hacia el cuer-