pude menos de observar una creciente irritación nerviosa en el temperamento de Rowena, y una sobreexcitación tal, que las causas más vulgares le infundían miedo. Entonces habló con mayor frecuencia y tenacidad de los ruidos, de los ligeros rumores, y de los insólitos movimientos en los cortinajes, que, según dijo, habíanla moléstado ya mucho.
Cierta noche, hacia fines de Setiembre, llamó mi atención sobre este triste asunto con una energía más viva que de costumbre. Precisamente acababa de despertar de un sueño agitado, y yo veía con un sentimiento de ansiedad, casi de vago terror, la expresión de su rostro enflaquecido. Estaba sentado junto á la cabecera del lecho de ébano, en uno de los divanes indios; Rowena se incorporó á medias y hablóme en voz baja, con una especie de cuchicheo ansioso, de los sonidos que acababa de percibir, sin que yo oyese nada, y de los movimientos que había observado, invisibles para mi. El viento circulaba activamente detrás de las tapicerías, y yo me esforcé para demostrar á mi esposa, aunque no lo creyese del todo—debo confesarlo así que aquellos suspiros apenas articulados, aquellos cambios casi insensibles en las figuras de las paredes, no eran otra cosa sino los efectos naturales de la corriente de aire habitual. Sin embargo, la livida palidez que cubrió el rostro de Rowena demostróme que mis esfuerzos para tranquilizarla serían inútiles.
Parecióme de pronto que se desmayaba, y como no había criado alguno cerca, fui yo mismo á buscar un frasco de cierto vino ligero recetado por los médicos, recordando muy bien dónde lo habian puesto. Al cruzar la cámara, y en el momento de pasar por debajo de la lámpara, dos circunstancias de carácter muy singular me llamaron la atención; senti alguna cosa palpable, aunque invisible, que rozó ligeramente mi persona; y vi, en la dorada alfombra, en el centro mismo