hombre. ¡Con qué profundo sentimiento volaba mi memoria hacia Ligeia, la mujer adorada, augusta y hermosa, la difunta! Embriagabame en los recuerdos; me deleitaba en su pureza, en su sabiduría, en su naturaleza vaporosa, en su amor apasionado é idolatra.
Mi espíritu ardía entonces en una llama más devoradora que lo había sido la suya; en el entusiasmo de mis sueños opiáceos, pues generalmente me hallaba bajo el imperio del veneno, pronunciaba su nombre en alta voz durante el silencio de la noche; y de día en los valles cubiertos de sombra, como si por la energía salvaje, la pasión solemne y el ardimiento devorador que la difunta me había inspirado, pudiera resucitarla en los senderos de esta vida, que ella abandonó para siempre... ¿Para siempre? ¿Era esto verdaderamente posible?
En los primeros días del segundo mes de nuestro casamiento, Rowena se sintió atacada de un mal repentino, del cual se restableció muy lentamente. La fiebre que la devoraba hacía en extremo penosas sus noches; y en la inquietud de sus pesadillas hablaba de sonidos y de movimientos que se producían en la cámara de la torre, y que yo no podía atribuir en rigor sino al desorden de sus ideas, ó tal vez á las influencias fantasmagóricas de la habitación. Al fin entró en convalecencia, y por último se restableció.
Sin embargo, al cabo de muy poco tiempo sufrió un nuevo ataque que la obligó á volver al lecho del dolor, y desde entonces, su constitución, que siempre había sido débil, no pudo recobrarse nunca del todo. Su enfermedad presentó, á partir de aquella época, un carácter alarmante, con recaídas que lo eran más aún, sin que la ciencia ni todos los esfuerzos de los médicos bastasen para remediar el mal. A medida que aumentaba esta dolencia crónica, arraigada sin duda ya demasiado para que la arrancasen manos humanas, no