sólo vivir, pues me faltarían las palabras para expresarme.
A las altas horas de la noche en que murió, llamóme imperiosamente para que me sentara á su lado, é hizome repetir algunos versos compuestos por ella pocos días antes; obedecila y satisfice al punto su deseo: era una composición en que se pintaba al Hombre como una tragedia y al Gusano como un héroe conquistador, predominando en ella un espíritu lugubre y sombrío.
—¡Oh, Dios mío!—exclamó Ligeia poniéndose en pie y tendiendo los brazos hacia el cielo con un movimiento espasmódico, apenas acabé de recitar los versos. Oh, Padre celestial! ¿Se habrán de realizar esas cosas irremisiblemente? No será jamás vencido ese Gusano conquistador? No somos una parte y una partícula de Ti? ¿Quién conoce, pues, los misterios de la voluntad y de su vigor? El hombre no cede á los ángeles ni se rinde enteramente á la muerte sino por el achaque de su pobre voluntad.
Y desfallecida por la emoción, Ligeia dejó caer sus blancos brazos y volvió con aire solemne á su lecho de muerte. Y cuando exhalaba los últimos suspiros, deslizóse en sus labios como un confuso murmullo; presté atento oido, y reconoci de nuevo la conclusión del pasaje de Glanvill: «El hombre no cede á los ángeles ni se rinde enteramente á la muerte sino por el achaque de su pobre voluntad.» Ligeia murió; y yo, aniquilado, pulverizado por el dolor, no pude resistir más largo tiempo la desolación espantosa de mi morada en aquella sombría y vetusta ciudad de las orillas del Rhin. No carecía de lo que el mundo llama fortuna; de Ligeia habia recibido más, mucho más de lo que el destino suele conceder de ordinario á los mortales; y así es que al cabo de algunos meses, durante los cuales anduve errante sin ob-