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XXXII
Edgardo Poe

difícil tal vez, aunque no imposible, desenredar su método, explicar su procedimiento, sobre todo en la parte de sus obras cuyo principal efecto consiste en un análisis bien dirigido. Podría iniciar al lector en los misterios de su fabricación, extenderme mucho sobre ese genio americano que se regocija cuando vence una dificultad ó se explica un enigma, que le impulsa á extasiarse con voluptuosidad infantil y casi perversa en el mundo de las probabilidades y conjeturas, fraguando cuentos á los cuales ha dado cierto carácter verosímil con la mayor sutileza. Nadie negará que Poe era por tal concepto un juglar maravilloso; pero sé que apreciaba sobre todo otra parte de sus obras. Réstame hacer algunas observaciones importantes, aunque sean breves.

No son estos milagros materiales, por más que á ellos debiese el poeta su nombradia, los que conquistaran para sus obras la admiración de los pensadores, sino su amor á lo bello, su conocimiento de las condiciones armónicas de la belleza, su poesía profunda y plañidera, aunque transparente y correcta como una joya de cristal, su admirable estilo, puro y extraño, compacto como las mallas de una armadura, complaciente y minucioso, cuya más ligera intención sirve para impulsar suavemente á los lectores hacia un objeto apetecido; y en una palabra, su genio especial, aquel temperamento único que le permitió pintar y explicar de una manera impecable, conmovedora y terrible, la excepción en el orden moral. Diderot, tomando un ejemplo entre ciento, es un autor sanguineo; Poe es el escritor de los nervios, y hasta de alguna cosa más, y el mejor que yo conozco.

En Poe, toda entrada en materia atrae sin violencia, como un torbellino; su solemninad sorprende, manteniendo el espíritu despierto; presiéntese desde luego que se trata de alguna cosa grave; y lentamente, poco