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La barrica de amontillado

—Brindo por los difuntos que reposan al rededor de nosotros.

—Y yo por la salud de usted, deseándole larga vida.

Mi amigo me cogió del brazo y seguimos adelante.

Estas bodegas—me dijo—son muy vastas.

—Los Montresors—contesté—eran una notable y numerosa familia.

—No me acuerdo cómo es el escudo.

—Un pie de oro en campo azul; el pie aplasta una serpiente que se arrastra, y que ha clavado sus dientes en el talón.

—¿Y la divisa?

—Nemo me impune lacessit.

—Muy bien.

El vino brillaba en los ojos de Fortunato, y las campanillas sonában. El medoc me había calentado también un poco la cabeza; pero pronto llegamos, á través de montones de osamentas mezcladas con barricas y toneles, á las ultimas profundidades de las catacumbas.

Detúveme de nuevo, y esta vez me tomé la libertad de coger á mi amigo por un brazo.

—El nitro aumenta—le dije;—vea usted cómo está suspendido de las bóvedas; nos hallamos en el lecho del río: las gotas de la humedad se filtran á través de las osamentas. ¡Vaya, vámonos antes que sea demasiado tarde! Esa tos...

—No es nada—contestó Fortunato;—sigamos adelante; mas por lo pronto, venga otro trago de medoc.

Destapé un frasco de vino de Grave y se lo presenté; vaciólo de un trago, y sus ojos brillaron como si fueran de fuego; comenzó á reir y arrojó la botella al aire con un ademán que no pude comprender.

Le miré con sorpresa, y repitió el movimiento, que á la verdad era muy grotesco.

—¿No comprende usted?—me dijo.

—No—repliqué.