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La barrica de amontillado

—¡Sí, hombre! Y como sin duda le habrán hecho alguna invitación á usted, voy á buscar á Luchesi, pues si hay algún inteligente, seguramente es él. Luchesi me dirá...

—Luchesi es incapaz de distinguir entre el amontillado y el Jerez.

—Y sin embargo, hay imbéciles que sostienen que es tan inteligente como usted.

—¡Vaya, vamos!

—¿A dónde?

—A su bodega.

—No, amigo mio, no quiero abusar de su bondad, veo que está convidado, y de consiguiente, Luchesi...

—No estoy convidado. ¡Vamos!

—No, amigo mío; no lo hago por la invitación, sino porque me parece que está usted padeciendo á causa del frío, y en la bodega hay mucha humedad; las paredes están cubiertas de nitro.

—No importa, vamos; el frío no vale nada. Es preciso ver ese amontillado; sin duda ha sido usted victima de un engaño; y en cuanto á Luchesi, es incapaz de distinguirle del Jerez.

Así diciendo, Fortunato me cogió del brazo; yo me puse una careta de seda negra, y embozándome en la capa, me dejé conducir hasta mi palacio.

Los criados no estaban en la casa; yo les había dicho que no volveria hasta por la mañana, dándoles formalmente la orden de no salir, lo cual bastaba, como yo sabía muy bien, para que todos marchasen apenas volviese la espalda.

Cogí dos candeleros, entregué uno á Fortunato y condujele con la mayor complacencia á través de varias habitaciones, hasta el vestíbulo por donde se bajaba á la bodega; comencé á franquear una larga y tortuosa escalera, y volvía á menudo la cabeza para recomendar á mi amigo que tuviese cuidado. Al fin