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Edgardo Poe

Fortunato tenía un flaco, aunque fuese por todos conceptos un hombre respetable, y hasta temible: vanagloriábase de ser muy inteligente en vinos. Pocos italianos poseen el verdadero espíritu conocedor; su entusiasmo se manifiesta y adapta las más de las veces según el tiempo y la ocasión, y es un charlatanismo propio para influir en los millonarios ingleses y austriacos. En cuanto á pinturas y piedras preciosas, Fortunato, así como sus compatriotas, era un charlatán; pero en materia de vinos rancios, no dejaba de ser entendido. Por este concepto, yo no diferia esencialmente de él, pues conocía bien los de Italia, y compraba grandes cantidades cuando podia.

Cierto día de carnaval, al oscurecer, encontré á mi amigo, que se acercó á mi con la más afectuosa cordialidad, sin duda porque había bebido mucho. Mi hombre iba disfrazado; llevaba un traje ceñido, y la cabeza cubierta con un sombrero cónico guarnecido de campanillas. Me alegré mucho de verle, y crei que no acabaría nunca de estrecharle la mano.

—Querido Fortunato—le dije—el encuentro es oportuno. ¡Qué buen semblante tiene usted hoy! Digo que me alegro verle porque he recibido una pipa de amontillado, ó por lo menos de un vino que me dan como tal, y tengo mis dudas.

—¿Una pipa de amontillado?—replicó mi amigo.¡No es posible!—¡En medio del carnaval!

—Tengo dudas—repuse—y he cometido la torpeza de pagar todo el valor sin consultar con usted antes.

No le he podido encontrar, y he temido perder la ocasión de hacer la compra.

—¡Amontillado!—exclamó mi amigo.

—Repito que tengo mis dudas.

—Sobre el amontillado?

—Si, y quiero saber á qué atenerme.

—Respecto al amontillado?