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Edgardo Poe

la esperanza, que triunfa hasta en el caballete, que susurra al oido de los condenados á muerte en los calabozos mismos de la Inquisición.

Observé que diez ó doce vibraciones pondrían el acero en contacto inmediato con mi ropa, y este detalle produjo en mi ánimo la calma de la desesperación; por primera vez, hacia muchas horas, y tal vez dias, pensé y ocurrióme, que la ligadura que me sujetaba era de una sola pieza; estaba atado por un lazo continuo: el primer corte de la hoja de acero en una parte cualquiera de la correa debía desprenderla lo bastante para que mi mano izquierda pudiera desarrollarla á mi alrededor; pero, ¡cuán terrible llegaría á ser en este caso la proximidad del acero! El resultado de la más ligera sacudida sería mortal. Era verosímil, por otra parte, que los ayudantes del verdugo no hubiesen previsto y obviado esta posibilidad? Era probable que la ligadura cruzara por mi pecho en el trayecto del péndulo? Temblando al pensar que podría frustrarse aquella débil esperanza, sin duda la última, levanté lo bastante la cabeza para mirar bien el pecho: la ligadura rodeaba fuertemente mis miembros en todos sentidos, excepto en la parte que debía tocar la hoja homicida.

Apenas volví á inclinar la cabeza, dejándola tomar su primera posición, brilló en mi espíritu alguna cosa que yo definiría como el complemento de esa idea de libertad de que ya he hablado, y de la cual sólo había concebido vagamente una parte cuando acerqué el alimento á mis labios abrasados. Ahora tenía toda la idea, débil, apenas definida, pero completa, é inmediatamente intenté realizarla con la energía de la desesperación.

Hacía algunas horas que las ratas pululaban materialmente en la inmediación del tablado en que me hallaba tendido; eran turbulentas, atrevidas, voraces; sus rojizos ojos tenían la mirada fija en mí, cual si sólo