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Edgardo Poe

muerte brillante, como un niño cuando contempla algún precioso juguete.

Siguióse un nuevo intervalo de perfecta insensibilidad, intervalo corto, pues al volver en mí, observé que el péndulo no había bajado de una manera apreciable; pero tal vez aquel tiempo fuera largo, pues no se me ocultaba que los agentes diabólicos, al observar mi desvanecimiento, pudieron detener la vibración á su antojo.

Al recobrar el uso de mis sentidos experimenté un malestar y una debilidad indecibles, como por efecto de una larga inanición; pero aun en medio de aquellas angustias la naturaleza humana imploraba su alimento. Con penosos esfuerzos extendí mi brazo izquierdo, tanto como me lo permitieron las ligaduras, y apoderéme del resto que las ratas me habían dejado.

Al acercar el alimento á la boca, una idea halagüeña, un rayo de esperanza cruzó de pronto por mi mente; pero ¿qué habia ya de común entre la esperanza y yo?

Dijeme que aquello era un pensamiento informe; el hombre concibe á menudo otros análogos, que nunca son completos; comprendí que era idea alegre, de esperanza, pero también que moría al nacer. En vano traté de rehacerla, de no dejarla escapar; mis largos padecimientos habian aniquilado casi las facultades ordinarias de mi espíritu: era un imbécil, un idiota.

La vibración del péndulo se efectuaba en un plano que formaba ángulo recto con mi longitud, y observé que la media luna se había dispuesto de modo que atravesase la región del corazón. A pesar de la espantosa dimensión de la curva recorrida (unos treinta pies, ó tal vez más), y de la irresistible energía del descenso, que hubiera bastado para cortar aquellas paredes de hierro, todo cuanto podía hacer dentro de algunos minutos era rozarme la ropa: al pensar esto,