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Edgardo Poe

dita sobre el perfume de alguna flor desconocida; no es aquel cuyo cerebro se puede extraviar en el misterio de alguna melodía que hasta entonces no llamó nunca su atención.

En medio de mis repetidos esfuerzos, y á pesar de mi energia para recoger algún vestigio de aquel estado en que mi alma acababa de deslizarse, muy semejante á la nada, hubo momentos en que soñaba un triunfo; hubo cortos instantes, muy breves, en que evoqué recuerdos que, según me había demostrado mi razón lúcida en época posterior, no podían relacionarse sino con ese estado en que la conciencia parece aniquilada. Estas sombras de recuerdos presentábanme indistintamente grandes figuras que me arrebataban, llevándome en silencio hacia abajo, cada vez más abajo, hasta el momento en que un vértigo horrible me oprimió, solamente al pensar en lo infinito del descenso. También me recuerdan no sé qué vago horror que sentía en el corazón, precisamente á causa de la calma sobrenatural de éste; y después vino la impresión de una inmovilidad repentina en todos los seres que estaban á mi alrededor, cual si aquellos que me conducían—cortejo de espectros,—hubieran traspasado en su descenso los límites de lo ilimitado, deteniéndose al fin, vencidos por el infinito enojo de su tarea. Después mi alma experimentó una sensación de blandura y humedad, y luego la locura de una memoria que se agita en lo abominable.

De pronto volvieron á mi alma sonido y movimiento, —el movimiento tumultuoso del corazón y el rumor de sus latidos; después una pausa en la que todo desaparecía; mas tarde, otra vez el sonido, el movimiento y el tacto, como una sensación vibrante que penetrara en mi sér; y al fin la simple conciencia de que existia, sin pensamiento,—estado que duró mucho. De prontose manifestó aquel, con un terror que me estremecia,