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Edgardo Poe

hirió mis oidos; después de esto, el murmullo de las voces de los inquisidores pareció perderse entre las confusas imágenes de un sueño; aquel murmullo producia en mi espíritu el efecto de una rotación, tal vez porque en mi pensamiento le asociaba con una rueda de molino; pero esto duró poco, pues de repente no of ya nada.

Sin embargo, durante algún tiempo pude ver (¡con qué terrible exageración!) los labios de los jueces, que me parecieron blancos, tanto como la hoja de papel en que escribo estas palabras, y delgados hasta lo grotesco, adelgazados por la intensidad de su expresión de dureza, de inmutable resolución, de soberbio desdén ante el dolor humano. Veía que los decretos de lo que para mí representaba el destino se pronunciaban aún por aquellos labios; observé su contracción al expresar la terrible sentencia; los vi indicar las sílabas de mi nombre, y estremecíme de espanto al reconocer que el sonido no seguía al movimiento. También observé durante algunos minutos de horror delirante la suave y casi imperceptible ondulación de los tapices negros que cubrían las paredes de la sala; y entonces mi vista se fijó en los siete grandes candelabros colocados en la mesa.

Al pronto crei reconocer en ellos la imagen de la Caridad; pareciéronme angeles blancos y esbeltos que debían salvarme: pero de repente una nausea mortal invadió mi alma, y cada una de las fibras de todo mi sér se estremeció cual si hubiese tocado el conductor de una pila voltaica; las formas angélicas convirtiéronse en espectros insignificantes; sus cabezas en llamas; y comprendí bien que no se debíá esperar ningún auxilio de ellos. Entonces se deslizó en mi imaginación, cual melodiosa nota musical, la idea del tranquilo reposo que nos espera en la tumba; esta idea penetró suave y furtivamente, y figuróseme que necesitaba