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Edgardo Poe

del satélite, me habia equivocado mucho, sin embargo, al suponer que esa densidad, aun en la superficie, seria suficiente para soportar el inmenso peso contenido en la barquilla de mi globo. Tal hubiera debido ser el caso, exactamente como en la superficie de la tierra, si suponemos que en uno y otro planeta la verdadera gravitación del cuerpo está en razón de la densidad atmosférica; mas no era así; y mi precipitada caída lo demostraba suficientemente. Pero ¿por qué?

No se podía explicar esto sino teniendo en cuenta esas perturbaciones geológicas que ya enuncié hipotéticamente.

Como quiera que sea, tocaba casi en el planeta, y caí con la más terrible impetuosidad. He aquí por qué, sin perder un minuto, arrojé todo mi lastre, mis barricas de agua, mi aparato condensador, mi saco de cautchuc, y, en fin, todos los artículos contenidos en la barquilla; pero todo esto no sirvió de nada. Caia siempre con espantosa rapidez, y bien pronto me hallé á media milla de la superficie. Como expediente supremo, me despojé de mi paletó, del sombrero y de las botas; desprendí también la barquilla, que no pesaba poco; y cogiéndome á la red con ambas manos, apenas tuve tiempo de observar que todo el país, en cuanto mi vista alcanzaba, estaba lleno de viviendas liliputienses. Un momento después caia como una bala en el centro mismo de una ciudad de aspecto fantástico, y en medio de una multitud de seres pequeños, ninguno de los cuales pronunció una sílaba ni se molestó en lo más mínimo para auxiliarme. Todos estaban con las manos en las caderas, gesticulando como idiotas de la manera más ridícula, y, mirándome de través. Separéme de ellos con profundo desdén, y levantando la vista hacia la tierra que acababa de abandonar, de la cual me había desterrado tal vez para siempre, diviséla bajo la forma de un inmenso y som-