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Edgardo Poe

inconcebible rapidez; el globo llevaba sin dificultad sus ciento setenta y cinco litras de lastre de plomo, y habría podido soportar doble cantidad. Cuando abandoné la tierra, el barómetro marcaba treinta pulgadas y el termómetro centigrado 19°.

Sin embargo, apenas me hallé á la altura de cincuenta varas, llegó á mis oidos un estruendo espantoso, y ví elevarse tan espesa tromba de fuego, de grava, de madera y de metal inflamado, con miembros humanos, que mi corazón desfalleció y arrojéme en el fondo de mi barquilla estremecido de horror.

Entonces comprendí que había cargado la mina espantosamente, y que debía sufrir las principales consecuencias de la sacudida. En efecto, en menos de un segundo sentí toda mi sangre afluir hacia las sienes, y de improviso prodújose á través de las tinieblas una agitación que no olvidaré jamás, pues parecía que el firmamento se desgarraba. Más tarde, cuando tuve tiempo de reflexionar, no dejé de atribuir la extremada violencia de la explosión, relativamente á mí, á su verdadera causa, es decir á mi posición directamente sobre la mina y en la línea de su acción más poderosa; pero en aquel momento sólo pensé en salvar mi vida.

El globo bajó primero, después se dilató violentamente, luego comenzó á girar con una velocidad vertiginosa, y por último, vacilante y rodando como un hombre ebrio, hízome saltar de la barquilla y me dejó enganchado, á espantosa altura, de cabeza abajo, en la extremidad de una cuerda muy delgada, de tres pies de longitud, que por casualidad se cruzaba cerca del fondo de la barquilla; en esta cuerda se enredó mi pie izquierdo providencialmente en medio de la caída. Es de todo punto imposible formarse una idea exacta de mi horrible situación: abrí convulsivamente la boca para respirar; un estremecimiento semejante á un acceso de fiebre sacudió todos los nervios y los mús-