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Edgardo Poe

seda; era tan sólida como esta última y costaba mucho más barata.

Cuando todo estuvo dispuesto, exigi á mi mujer que me guardara el secreto de todos mis actos desde el día en que visité la tiendecilla del librero, y prometila por mi parte volver tan pronto como las circunstancias me lo permitiesen; díle el poco dinero que me quedaba y nos despedimos. A decir verdad, no me inquietaba por ella, pues era una mujer de las que llaman vividoras, y podía arreglar sus asuntos sin mi auxilio.

Hasta creo, hablando con franqueza, que siempre me había tenido por un gandul, por un simple complemento de peso, una especie de hombre bueno para hacer castillos en el aire, y nada más, por lo cual no le disgustaría verse libre de mí. Era ya muy entrada la noche cuando nos despedimos, y ayudado por los tres acreedores que tanto me habian perseguido, trasladé el globo, con su barquilla y demás accesorios, por una senda retirada hasta el sitio donde guardaba todos los demás objetos: los encontré intactos; y di principio á mi tarea.

Era el primero de Abril y la noche estaba tan oscura, como ya he dicho, que no se veía ni una sola estrella; una espesa niebla nos molestaba mucho, pero lo que más me inquietaba era el globo, que á pesar del barniz que le protegia, comenzaba á cargarse de humedad, sin contar que la pólvora podía averiarse también. Hice trabajar mucho á mis tres acreedores, ocupándolos en amontonar hielo al rededor de la barrica central y agitar el ácido en las otras; pero á cada momento me importunaban con sus preguntas para saber qué proyectaba con todo aquel aparato, manifestando su descontento por la ruda tarea que les imponía. Dijéronme que no les era posible comprender lo que podría resultar de bueno haciéndoles mojarse la piel sólo para ser cómplices de tan abominable hechicería.