to de Poe, sino también su aspecto exterior, su voz dulce y triste, y sus modales algo comunes, pero no exentos de cierta nobleza. Y durante algunos años, añade, hemos visto á esa infatigable servidora del genio, pobremente vestida, que iba de diario en diario para vender un poema ó un artículo, diciendo a veces que él estaba enfermo, única explicación, única razón, invariable excusa que daba cuando su hijo se hallaba en una de esas horas estériles que todos los escritores nerviosos conocen. Los labios de la pobre mujer, sin embargo, no pronunciaron jamás una silaba que se pudiera interpretar como una duda, como una falta de confianza en el genio y la voluntad de su bien amado. Cuando su hija murió, consagróse por completo á cuidar del que había sobrevivido á la desastrosa batalla, vivió con él, prodigóle las más solícitas atenciones, le vigiló y defendió contra la vida y contra si mismo.
Seguramente, concluye Willis con noble imparcialidad, si la abnegación de la mujer, nacida con un primer amor y conservada por la pasión humana, glorifica su objeto, ¿qué no se dirá en favor de aquel que inspiró semejante sentimiento, tan puro, desinteresado y santo? Los detractores de Poe hubieran debido observar, en efecto, que hay seducciones tan poderosas que sólo pueden ser virtudes.
Ya se comprenderá cuán terrible fué la noticia para la desgraciada mujer, que al punto escribió á Willis una carta concebida en los siguientes términos: «He sabido esta mañana la muerte de mi bien amado Eddie... ¿Puede usted enviarme algunos detalles sobre el hecho?... ¡Oh! no abandone á su pobre amiga en esta amarga aflicción... Diga usted á M... que venga á verme, pues debo comunicarle alguna cosa de parte de mi pobre esposo... No necesito rogar á usted que anuncie su muerte y hable bien de él, pues ya sé que lo hará; pero diga que era el hijo más ca-