aquel conjunto era que en los dos lados de la cabeza no se veía la menor señal de orejas.
El hombrecillo vestía una especie de paletó, ó más . bien saco, de seda azul celeste, calzón ceñido, sujeto en las rodillas con hebillas de plata, chaleco amarillo, de una tela brillante, una especie de bonete blanco, puesto con gracia de medio lado; y como complemento de este equipo, un pañuelo de seda encarnado al rededor del cuello, con un nudo enorme y las puntas pendientes sobre el pecho.
Al llegar á cien pies del suelo, como ya he dicho, el hombrecillo pareció sobrecogido repentinamente de una agitación nerviosa, y hubiérase dicho que no deseaba acercarse más á la tierra firme. Arrojó cierta cantidad de arena, tomándola de un saco de lona, que á duras penas levantó, y mantuvose estacionario durante un momento; después sacó del bolsillo de su paletó, con cierta precipitación, una cartera de piel, pesóla en la mano con aire receloso, examinóla detenidamente, sorprendido al parecer, abrióla al fin, sacó una enorme carta sellada con lacre encarnado, muy bien sujeta con hilos del mismo color, y dejóla caer á los pies del burgomaestre Superbus Von Underduk.
Su Excelencia se inclinó para recogerla; pero el aeronauta, siempre muy inquieto, y no teniendo aparentemente nada que hacer en Rotterdam, comenzaba á prepararse ya para subir de nuevo, y como le era preciso descargar una parte de su lastre á fin de elevarse, media docena de sacos, arrojados uno después de otro sin tomarse la molestia de vaciarlos, cayeron sobre la espalda del infeliz burgo—maestre é hicieronle rodar varias veces por tierra á la vista de todo Rotterdam.
No se ha de suponer, sin embargo, que el gran Underduk dejó pasar impunemente aquella impertinencia de parte del hombrecillo; dicese que en cada una de sus caídas arrojó furiosamente seis bocanadas de