gular: algunos ciudadanos de Rotterdam hubieran jurado que conocian ya aquel sombrero, y á decir verdad, la multitud pareció casi familiarizada con él; mientras que la matrona Grettet Pfaall profirió una exclamación de alegría al verle, declarando que era positivamente el sombrero de su querido esposo. Ahora bien, esta circunstancia parecía tanto más importante cuanto que Pfaall había desaparecido de Rotterdam con tres compañeros hacia unos cinco años, de una manera tan repentina como inexplicable, y hasta el momento en que comienza este relato, todos los esfuerzos para obtener noticia de los ausentes fueron completamente inútiles. Cierto que se habian descubierto últimamente, en un punto retirado de la ciudad, algunas osamentas que se creyeron humanas, mezcladas con restos de extraño aspecto, llegando á suponer algunos que en aquel lugar se había cometido un horrible asesinato, y que Hans Pfaall y sus compañeros fueron probablemente las victimas.
El globo, pues en efecto lo era, hallábase entonces á cien pies del suelo, y la multitud podia ver claramente al personaje que le ocupaba. Era, por cierto, un sér extraño; sólo media dos pies de estatura, pero su pequeñez no le hubiera librado de perder el equilibrio y caer de su diminuta barquilla, á no haber tenido ésta un reborde circular que llegaba hasta el pecho del singular individuo, estando sujeto por las cuerdas del globo. El cuerpo del hombrecillo era desproporcionadamente voluminoso y comunicaba al conjunto de su persona un aspecto de redondez extravagante; sus pies, como era natural, no se podían ver; tenía las manos monstruosas; el cabello gris, sujeto por detrás en forma de coleta; la nariz prodigiosamente larga, ganchuda y de color rojizo; los ojos grandes y de penetrante mirada; y la barba y las mejillas, aunque llenas de arrugas, infladas al parecer: lo más singular en