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Edgardo Poe

Parece que el... del mes de... (no recuerdo á punto fijo la fecha) se había reunido una inmensa multitud, con un objeto que no se especifica, en la gran plaza de la Bolsa de la agradable ciudad de Rotterdam. El dia era muy caluroso para la estación; apenas soplaba la brisa, y á la multitud no le desagradaba que de vez en cuando la regase, durante algunos minutos, un chaparrón benéfico, producido por las masas de blancas nubes diseminadas en la celeste bóveda del firmamento.

Sin embargo, hacia mediodía manifestóse en la multitud una ligera aunque notable agitación, seguida del clamoreo de diez mil lenguas; diez mil cabezas se levantaron para fijar la vista en el cielo; otras tantas pipas se retiraron simultáneamente de las bocas, y un grito prolongado, inmenso, atronador, sólo comparable con el mugido del Niagara, resonó á través de toda la ciudad y de los alrededores de Rotterdam.

El origen de aquel tumulto fué muy pronto evidente; vióse desembocar en un espacio de la extensión azulada, saliendo de una de aquellas grandes masas de nubes de contornos vagamente definidos, un sér extraño, heterogéneo, de aspecto sólido, de tan singular configuración y tan fantásticamente organizado, que la multitud de aquellos robustos menestrales, que le miraban desde abajo con la boca abierta, no podian de ningún modo comprender lo que era, ni cansarse de admirarle.

¿Qué podría ser aquello? Por todos los diablos de Rotterdam, ¿qué presagiaria semejante aparición?

Nadie lo sabía; á nadie le era posible adivinarlo; ni aun el burgo—maestre Mynheer Superbus Von Underduk poseía el más ligero dato para aclarar aquel misterio; de modo que los buenos ciudadanos, no teniendo cosa mejor que hacer, volvieron á colocar sus pipas en la boca, y con la vista siempre fija en el fenómeno, lanzaron bocanadas de humo, hicieron una pausa,