Los oficiales quedaron satisfechos, y convencidos por mis modales; yo estaba muy tranquilo; sentáronse y hablaron de cosas familiares, á las que contesté alegremente; mas al poco tiempo conoci que palidecía y ansié la marcha de aquellos hombres. Me dolia la cabeza; pareciame que los oídos me zumbaban; pero los oficiales continuaban sentados, hablando sin cesar.
El zumbido se pronunció más, persistiendo con mayor fuerza; puseme á charlar sin tregua para librarme de aquella sensación, pero todo fué inútil, y al fin descubrí que el rumor no se producia en mis oídos.
Sin duda palideci entonces mucho, pero hablaba con más viveza todavia, alzando la voz, lo cual no impedía que el sonido fuera en aumento. ¿Qué podía hacer yo? Era un rumor sordo, ahogado, frecuente, muy análogo al que produciria un reloj envuelto en algodón.
Respiré fatigosamente; los oficiales no oian aún. Entonces hablé más aprisa, con mayor vehemencia; pero el ruido aumentaba sin cesar.—Levantéme al punto y comencé á discutir sobre varias nimiedades, en un diapasón muy alto y gesticulando vivamente; mas el ruido acrecia. ¿Por qué no querían irse aquellos hombres? Aparentando que me exasperaban sus observaciones, dí varias vueltas de un lado á otro de la habitación; mas el rumor iba en aumento. ¡Dios mío! ¿qué podría hacer! La cólera me cegaba; comencé á renegar; agité la silla donde me había sentado, haciéndola rechinar sobre el suelo; pero el ruido dominaba siempre de una manera muy marcada... Y los oficiales seguían hablando, bromeaban y sonreían. ¿Sería posible que no oyesen? ¡Dios todo poderoso!— No, no! ¡Oian! ¡Sospechaban; lo sabian todo; divertíanse con mi espanto! Lo crei y lo creo aún. Cualquiera cosa era preferible á semejante burla; no podia soportar más tiempo aquellas hipócritas sonrisas. ¡Comprendí que era preciso gritar ó morir! Y