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XX
Edgardo Poe

espíritus sedientos de lo bello, acababa de morir en pocas horas en el mísero lecho de un hospital. ¡Qué destino! ¡Y tanta grandeza, y tanta desdicha para levantar una avalancha de fraseologia vulgar, llegando á ser pasto y tema de los periodistas virtuosos!

Ut declamatio fias.

Semejantes espectáculos no tienen nada de nuevo: raro es que una sepultura reciente é ilustre no sea punto de reunión de los escándalos. Por otra parte, la sociedad no ama á esos desgraciados frenéticos, y bien sea porque perturban sus fiestas, ó porque les considera candidamente como remordimientos, tiene sin duda razón. ¿Quién no recuerda las declamaciones de los parisienses cuando falleció Balzac, aunque murió en toda regla?—Y más recientemente aún, hace poco más de un año, las repugnantes diatribas, cuando un escritor de reconocida honradez y superior inteligencia, que fué siempre lúcido, se dirigió discretamente á la calle más negra que pudo encontrar, sin molestar á nadie, tanto, que su discreción se asemejaba al desprecio, y una vez alli separó su alma del cuerpo. ¡Qué asesinato tan refinado! Un célebre periodista, á quien Jesús no hará comprender nunca los sentimientos generosos, juzgó la aventura bastante chistosa para celebrarla con un equívoco.—En la enumeración de los Derechos del hombre que la sabiduría del siglo xix repasa tan a menudo con la mayor complacencia, se han olvidado dos de no poca importancia, que son el derecho de contradecirse y el de marcharse; pero la Sociedad considera al que se va como un insolente, y de buena gana castigaría á ciertos despojos fúnebres, como aquel infeliz soldado atacado de vampirismo, que al ver un cadáver exasperábase hasta el furor.— Y sin embargo, podemos decir que, bajo la presión de