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Edgardo Poe

vergüenza, es probable que hubiese castigado aquellas insultantes palabras con una inmediata violencia personal, si en el mismo momento no se hubiese fijado mi atención en un detalle de los más sorprendentes que imaginarse pudiera. La capa que yo había llevado estaba guarnecida de espesas pieles de una rareza y de un precio extravagantes, y el corte, de puro capricho, era de mi invención, pues en aquellas materias frivolas, mi afan de ser elegante me impelía á lo absurdo.

Así, pues, cuando Preston me presentó la capa recogida en el suelo, junto á la puerta de la habitación, experimenté un asombro que rayaba en terror al ver que llevaba ya la mía en el brazo, y que aquella era igual en sus más minuciosos detalles. El extraño personaje que tan inoportunamente me habia delatado, llevaba también capa, según recordé, y ninguno de los individuos presentes la usaba, excepto yo. Sin embargo, conservé mi presencia de ánimo, tomé la que Preston me presentaba, y púsela sobre la mía, sin que nadie fijara en ello la atención; después salí de la sala, dirigiendo á todos una mirada de reto, y aquella misma mañana, antes de rayar el día, sali precipitadamente de Oxford, poseido de una verdadera angustia, de horror y de vergüenza.

Huia en vano: mi maldita estrella me ha perseguido triunfante, como para demostrarme que su misteriosa influencia no había comenzado hasta entonces. Apenas puse los pies en Paris, recibí una nueva prueba del detestable interés que Wilson tomaba en mis asuntos. Los años transcurrieron sin que me dejara un momento de reposo. ¡Miserable! ¡Con qué importuna obsequiosidad me acosó en Roma, y con qué ternura de espectro se interpuso entre mi ambición y yo! ¡Y en Viena, en Berlin, en Moscon! ¿Dónde no encontraba yo alguna amarga razón para maldecirle en el fondo de mi alma? Presa de indecible pánico, emprendi la