cuadrado de ocho ó diez pies que representaba el sanctum del maestro, el reverendo doctor Bransby, durante las horas de estudio. Era una sólida construcción, con una maciza puerta, que por nada en el mundo hubiéramos abierto hallándose ausente el Dómine.
En otros dos ángulos veíanse otros dos compartimientos semejantes, objeto de una veneración mucho más profunda, pero que inspiraban bastante terror: uno era el púlpito del profesor de humanidades, y el otro el del profesor de inglés y matemáticas. Diseminados á través de la sala veíanse numerosos bancos y pupitres, llenos de libros manchados por los dedos, que se cruzaban con una irregularidad sin fin; negros, viejos y desgastados por la acción del tiempo, tenian tantas letras iniciales, nombres enteros, figuras extravagantes y obras maestras de cuchillo, que habían perdido completamente su primitiva forma. En una extremidad de la sala había un enorme cubo lleno de agua, y en la otra un reloj de prodigiosas dimensiones.
Encerrado entre los macizos muros de aquella venerable escuela, pasé, sin embargo, sin disgusto ni enojo los años del tercer lustro de mi vida. El cerebro fecundo de la infancia no exige un mundo exterior de incidentes para ocuparse ó divertirse, y la monotonia al parecer lugubre de la escuela abunda en excitaciones más intensas que todas aquellas que mi juventud más madura pidió á la voluptuosidad, ó mi virilidad al crimen. No obstante, debo creer que mi primer desarrollo intelectual fué en gran parte poco común, y hasta desordenado. Generalmente, los acontecimientos de la existencia infantil no dejan en el hombre, llegado á la edad provecta, una impresión bien definida: todo es sombra gris, recuerdo débil é irregular, confuso laberinto de ligeros placeres y penas fantasmagóricas. Para mí no es así: yo debi sentir en mi infancia, con la energía de un hombre formal, todo lo