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Edgardo Poe

blar y me espanta la más ligera sombra. ¿Sabe usted que apenas puedo mirar por encima de ese pequeño promontorio sin sentirme sobrecogido de un vértigo?

El tal promontorio, en cuyo borde se había dejado caer con indiferencia mi compañero para descansar, pero de modo que la parte más pesada de su cuerpo estaba como pendiente, sin que le preservase de una caída más que el punto de apoyo de su codo en la arista extrema, el tal promontorio, repito, elevábase a unos mil quinientos ó mil seiscientos pies sobre un caos de rocas situadas bajo nosotros, inmenso precipicio de granito, negro y brillante. Por nada en el mundo hubiera osado yo aventurarme á seis pies del borde, y á decir verdad, inquietábame de tal modo la peligrosa posición de mi compañero, que me dejé caer en tierra, cogiéndome á unos arbustos inmediatos, sin atreverme siquiera á levantar la vista. Esforzábame inútilmente en desechar la idea de que el furor del viento ponía en peligro la base misma de la montaña. Algún tiempo necesité para recobrarme, volver en mí, reunir las fuerzas necesarias, sentarme y mirar el espacio á lo lejos.

—Es preciso que domine usted esos terrores—me dijo el guía;—le he conducido aquí para que vea bien el teatro del acontecimiento de que antes le hablaba, y referirle toda la historia con el escenario á la vista.

Estamos ahora—continuó con esa minuciosidad que le caracterizaba—en la misma costa de Noruega, á los 68° de latitud, en la gran provincia de Nordland y en el lúgubre distrito de Lofoden; la montaña cuya cima ocupamos es el Helseggen, la Nebulosa. Ahora levantese usted un poco, cójase á la yerba si le sobreviene el vértigo, y mire más allá de esa faja de vapores que oculta el mar, aunque está á nuestros pies.

Miré vertiginosamente y ví una vasta extensión de mar, cuyo color de tinta me recordó por el pronto el