ciento diez diamantes, todos grandes, y algunos de ellos magnificos; había además diez y ocho rubies de notable brillo; trescientas diez esmeraldas, verdaderamente soberbias; veintiún zafiros y un ópalo. Todas estas piedras preciosas se habían arrancado al parecer de sus monturas para echarlas confusamente en el cofre; estas últimas, que nosotros separamos del oro en moneda, parecían haber sido machacadas á martillazos, sin duda con el objeto de que no se pudieran reconocer. Además de todo esto, encontramos un considerable número de adornos de oro macizo; cerca de doscientos anillos ó pendientes; magníficas cadenas, en número de treinta, si mal no recuerdo; ochenta y tres crucifijos muy grandes y pesados; cinco incensarios de oro de gran valor; una enorme ponchera del mismo metal, adornada de hojas de vid y figuras de bacantes muy bien cinceladas; dos empuñaduras de espada de exquisito trabajo, y una infinidad de otros articulos más pequeños de que no me acuerdo ya. El peso de todos estos objetos excedia de trescientas cincuenta libras, sin contar ciento noventa y siete relojes de oro magnificos, de los cuales tres valian por lo menos quinientos duros cada uno. Varios de ellos eran muy antiguos y no tenían ningún valor como articulos de relojería, porque las máquinas se habían resentido más ó menos de la acción corrosiva de la tierra; pero todos estaban ricamente adornados de piedras preciosas, y sólo las cajas representaban un gran valor. Aquella misma noche evaluamos el contenido total del cofre en millón y medio de duros; pero más tarde cuando realizamos el valor de las alhajas y de las piedras preciosas, después de guardar algunas para nuestro uso personal, reconocimos que habíamos hecho un cálculo demasiado bajo.
Concluído al fin el inventario, y mitigada nuestra exaltación, Legrand, viendo que me agitaba la impa-