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Edgardo Poe

—Sí, massa, bastante—contestó poco después el negro; pero no tanto como podría estarlo. Me será posible avanzar un poco más por la rama, aunque para esto he de ir solo.

—¡Solo! ¿Qué quieres decir?

—Hablo del escarabajo, que es muy pesado; si le soltase, la rama me sostendría sin romperse.

—Grandísimo tunante!—gritó Legrand, que parecía haberse serenado.— Qué disparates estás diciendo?

Si dejas caer el insecto te retorceré el cuello. ¡Atención, Júpiter! ¿Me oyes?

—Sí, massa; pero no debe usted tratar así á su pobre negro.

—¡Pues bien, escúchame ahora! Si te aventuras en la rama todo cuanto puedas sin peligro, y sin soltar el escarabajo, te regalaré un duro apenas bajes.

—Ya voy, massa Guillermo; ya llego—gritó á poco Júpiter; estoy cerca de la extremidad.

— De la extremidad!—exclamó Legrand con acento más cariñoso. Lo dices de veras?

—Si, señor; falta muy poco para llegar, pero... ¡oh, oh, oh! ¡Dios mío, misericordia! ¿Qué hay en el árbol?

—¿Qué es eso?—gritó Legrand en el colmo de la alegría.

—Pues nada menos que una calavera; alguno ha dejado la cabeza en el árbol, y los cuervos se han comido toda la carne.

—¿Un cráneo dices? ¡Muy bien! ¿Cómo está sujeto á la rama? ¿Cómo está retenido?

—¡Oh! se halla bien asegurado, pero permitame usted mirar bien. ¡Ah! ¡vaya una cosa rara! En la calavera hay un clavo muy grande que la sujeta al tronco.

—Muy bien! Ahora, Júpiter, haz exactamente lo que voy á decirte. ¿Me oyes?

—Si, señor.