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El escarabajo de oro

—Es muy fácil: Júpiter y yo vamos á emprender una expedición á las colinas, y necesitamos el auxilio de una persona de toda confianza. Usted es esa persona única, y ya fracase nuestra empresa, ó bien alcance buen resultado, la excitación que en mi ve usted ahora desaparecerá.

—Deseo vivamente servirle en todo—repuse;—pero ¿tendrá ese infernal escarabajo algo que ver con nuestra expedición á las colinas?

—Ciertamente.

—Entonces, amigo Legrand, me es imposible cooperar en una empresa tan completamente absurda.

—Lo siento, lo siento mucho, porque será preciso arreglarnos solos.

—Solos!—exclamé.—¡Ah! ¡el desgraciado está loco!

Pero, veamos: ¿cuánto tiempo durará su ausencia?

—Probablemente toda la noche; vamos á marchar al punto, y sea como quiera, volveremos al salir el sol.

—¿Y me promete usted que una vez satisfecho su capricho, respecto al asunto del escarabajo, volverá usted á casa y se someterá puntualmente á mis prescripciones, cual si fuesen las de su médico?

—Si, se lo prometo á usted; y ahora en marcha, pues no hay tiempo que perder.

Acompañé á Legrand con el corazón entristecido: á las cuatro salíamos de la cabaña, acompañados de Júpiter, que llevaba la hoz y las azadas, pareciéndome que el negro insistía en cargar con aquellos instrumentos más bien por no verlos en manos de su señor que por un exceso de complacencia. Por lo demás, Júpiter estaba de muy mal humor, y durante todo el camino sólo le oí pronunciar las palabras: ¡maldito escarabajo! Yo era portador de dos linternas sordas; y en cuanto á Legrand, habíase contentado con el insecto, que llevaba pendiente de la extremidad de un bramante, haciéndole dar vueltas á cada momento, con