cidental fulgor de un empañado reverbero, distinguíanse las casas de madera, altas, antiguas, grieteadas, amenazando ruina, y en tan extravagantes direcciones que apenas se acertaba a andar por aquel confuso laberinto. El pavimento estaba lleno de simas, y las piedras rodaban fuera de sus huecos, sacadas de sus alveolos por cesped negruzco, signo de las vías desiertas. El lodo fétido de la corriente impedía el libre curso de las aguas pluviales, que formaban lagunas en los hoyos del empedrado destruido. La suciedad del piso manchaba en salpicaduras hediondas las paredes y la atmósfera impregnábase de los miasmas deletéreos de la desolacion.
Adelantando en aquellos sombríos lugares, los ruidos de la vida humana se hicieron cada vez más perceptibles, y al fin numerosas bandas de hombres, los más infames entre el populacho de la capital, mostráronse á nuestra vista como naturales figuras de aquel cuadro siniestro. El incógnito sintió de nuevo reanimarse su decaido espíritu, como la luz de una lámpara que recibe el aceite que necesita para el alimento de su combustion. Estiró sus miembros y pareció aspirar al brio y al desenfado, característicos de la juventud.
De repente volvimos una esquina, y una luz de vivo resplandor, dejándonos casi deslumbrados por su contraste con la oscuridad de aquel recinto, nos permitió reconocer uno de esos templos suburbanos de la intemperancia, donde,