bocaba en la calle por las várias puertas del coliseo. Entonces vi á mi hombre abrir la boca para respirar con fuerza, y sumirse en la bulla como en su elemento, calmándose por grados la angustia profunda de su fisonomía. La barba volvió á caer sobre el pecho, apareciendo tal como le habia visto la vez primera que en él fijé mis ojos. Noté que se dirigia hácia donde afluia con preferencia el público; pero, en suma, me era imposlble comprender los móviles de su conducta singular.
Mientras adelantaba en su marcha, diseminábase el concurso, y al advertir esto, el desconocido parecía afectado por una emocion afanosa y pródiga en incertidumbres. Durante algun tiempo siguió de muy cerca un grupo de diez ó doce personas; pero poco á poco, y uno á uno, el número fué disminuyendo hasta reducirse á tres indivíduos, que se instalaron en reservada conversacion á la entrada de una callejuela estrecha, oscura y de difícil paso. Mi hombre hizo una pausa, y estuvo algunos instantes como sumído en vagas reflexiones, y luego, con una ajitacion marcadísima, se introdujo rápidamente por un pasaje estrecho, que nos llevó al extremo de la ciudad, y á regiones bien diferentes de las que hasta entonces habíamos recorrido.
Estábamos en el barrio más infecto de Lóndres, y en donde todo lleva impreso el candente estigma de la pobreza más deplorable y del vicio sin arrepentimiento ni redencion posible. Al ac-