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EDGAR POE.

manera, afirmándome en mi resolucion de no se- pararme de él sin haber satisfecho plenamente la curiosidad que me hacía girar en su órbita como un satélite.

Un reloj de sonoro timbre dejó oir once vi- braciones de una solemnidad pausada, y esta fue la señal para que el bazar quedase desocupado de allí á poco. Uno de los tenderos al cerrar un muestrario dió un empellon á mi hombre en el impulso vigoroso de su faena, y el viejo, es- tremeciéndose á este contacto, rudo y puramen- te involuntario, se precipitó á la acera opuesta, y como aguijoneado por el terror, se introdujo con velocidad increible en una série de callejue las tortuosas y solitarias, á cuyo fin llegamos de nuevo á la calle arterial, de que habiamos partido juntos, donde estaba el café en que ha- bia yo pasado la tarde tan distraido.

La calle no presentaba ya el mismo aspecto, y aunque alumbrada por el gas, como llovia sin tregua, eran raros los transeuntes, y los pocos que la atravesaban lo hacian con marcada pre mura.

El incógnito palideció, aventurando sus pa- sos tristemente en aquella avenida, antes tan animada, y despues, exhalando un profundo sus- piro, tomó la direccion hácia el Támesis, y si- guió un laberinto de vías excusadas y obscuras, hasta llegar frente á uno de los principales tea tros de la capital. Era el momento preciso de terminar el espectáculo, y el concurso desem