mi altura, gozaria de mayores períodos de tiempo de la luz solar. Entonces determiné redactar un diario de mi viaje, contando los dias de veinte y cuatro horas consecutivas, y sin tener en cuen-“ ta los intérvalos de oscuridad.
A las diez empecé á sentirme con sueño y traté de acostarme para pasar la noche durmiendo; pero me ocurrió una dificultad, en que no había pensado, á pesar de lo palmaria, hasta aquel momento. Si me dormía cual pensé hacerlo, ¿cómo renovar el aire de la cámara? Respirar su atmósfera más de una hora era completamente imposible, y hacerlo hora y cuarto, tendría indudablemente deplorables consecuencias. Grave inquietud me causó esta cruel alternativa, y no parece creible, que despues de los muchos peligros ya superados, me arredrara yo tanto, que desesperase de realizar mi intento, y pensara sériamente en resignarme á la necesidad de descender.
Semejante perplejidad no fué sin embargo más que momentánea. Reflexioné que el hombre es el mayor esclavo de la costumbre, y que así considera como esencialmente importantes para su existencia, mil cosas á las cuales se ha habituado y que no tienen tal importancia, sino porque la rutina las ha convertido en necesidades. Es cierto que sin dormir no podría yo estarme, pero con facilidad y sin inconveniente podría acostumbrarme á dėspertar de hora en hora. Bastaban cinco minutos para renovar