tas-y-otras-cosas jugueteaba con el pomo de sales de aquella señora, y su Alteza Real de Noli-me-Tangere se columpiaba en su butaca.
— ¡Oh! Bellísimas! Suspiró Su Gracia.
— ¡Oh! ¡Socorro! Tartamudeó el marqués.
— ¡Oh! Inaguantables! Murmuró el conde.
— ¡Oh! Abominables! Gruñó su Alteza Real.
— ¿Cuánto queréis? Me preguntó el artista.
— ¿Por las narices? gritó Su Gracia.
— Mil libras, contesté, sentándome.
— ¿Mil libras? Me dijo el artista meditabundo.
— Mil libras, respondí.
— Muy buenas son, me dijo entusiasmado.
— Pues valen mil libras, añadí.
— ¿Las garantizáis? preguntó volviéndome las narices hácia la luz para apreciar las medias tintas.
— Las garantizo, dije, sonándolas con estrépito.
— ¿Son originales, verdaderas? interrogó palpándolas con algún temor.
— ¡Vaya! dije, cogiéndolas y volviéndolas bruscamente.
— ¿No son copia? me preguntó examinándolas con un microscopio.
— Absolutamente, le respondí hinchándolas.
— ¡Admirable! gritó entusiasmado por la maniobra.
— Mil libras, díjele.
— ¿Mil libras? díjome.