cion del cristal; pero aun no habia acabado mi pregunta, cuando mi silencioso compañero, dándome con suavidad un codazo, me rogaba por el amor de Dios, que ojease á Diodoro de Sicilia. En cuanto al conde, me preguntó sencillamente en tono de súplica si nosotros los modernos poseíamos microscopios por medio de los cuales pudiésemos grabar las onices, con la perfeccion de los Egipcios. Mientras yo buscaba la respuesta, el pequeñuelo doctor Ponnonner se aventuró á entrar en la senda más estraordinaria. — ¡Ved nuestra arquitectura! gritó á despecho de la indignacion de los dos viajeros que le pellizcaban sin compasion, pero sin lograr que se callase.
— Id á ver — volvió á gritar entusiasmado, — la fuente del juego de bolos en Nueva-York! ¡ó si no la juzgais digna de contemplacion, mirad por un instante el capitolio de Washington, D. C.!
Y el bueno del mediquillo siguió, hasta detallar minuciosamente las proporciones de los edificios en cuestion. Esplicó que solo el pórtico tenía nada menos que veinte y cuatro columnas de cinco piés de diámetro, colocadas á diez piés de distancia una de otra.
El conde nos dijo, que sentía no poder acordarse en aquel momento, de la exacta dimension de cualquiera de las principales construcciones de la ciudad de Aznac, cuya fundacion se pierde en la noche de los tiempos, y cuyas ruinas aun existian en la época de su entierro, en una hermosa llanura de arena al oeste de Thébas. Tam-