ya se ha sorbido. Sigámosles al Hipódromo, que es á donde se dirige, y escuchemos el canto de triunfo que empieza él mismo á entonar.
¿Quién sino Epiphanes puede ser rey?
¿Decidme, lo sabeis?
¿Quién sino Epiphanes puede ser rey?
¡Muy bien, muy bien, muy bien!
No hay más rey que Epiphanes
Ni le puede haber,
Derribad cuantos templos tengamos,
¡El sol apagad!
— ¡Bien, muy bien, admirablemente bien cantado! El populacho le saluda con los nombres de Principe de los poetas, Gloria del Oriente, Delicias del Universo, y en fin el más sublime de los Cameleopardos. Le hacen repetir la gran obra maestra; y escuchad, otra vez la empieza. Cuando llegue al Hipódromo, le entregarán la corona poética, como predestinado vencedor en los próximos juegos olímpicos.
— Pero ¡Gran Júpiter! ¿qué le sucede á la muchedumbre que tras de nosotros se agrupa?
— ¿Detrás de nosotros habeis dicho? ¡Ah! ya sé, ya comprendo. Amigo mio, felizmente habeis hablado á tiempo; pongámonos á salvo lo más pronto posible. ¡Aquí! cobijémonos bajo el arco de este acueducto y os esplicaré el origen de tanta agitacion.
Esto, como yo me figuraba, va á acabar mal. El singularisimo aspecto de este cameleopardo,